POR LUCÍA ROJAS.


Vivimos rodeados de historias, de relatos, de estímulos. Podríamos pensar que la dramaturgia contemporánea está colmada de materia prima, que el teatro tiene todo para conmovernos. Pero al leer algunos textos recientes surge algo inquietante: la mayoría no ofrece nada nuevo, no abre territorios desconocidos, no nos roza ni nos conmueve. La abundancia de temas parece carecer de valor; no es que falten ideas, sino intensidad, riesgo, conflicto. Pero lo que nos atraviesa, lo que deja marca, no son los temas, sino las heridas.


La herida es el lugar donde el mundo nos toca. Es una fisura, un resquicio por donde algo irrumpe y nos cambia. Sin herida no hay experiencia, solo circulación. Hemos aprendido a vivir cubiertos de capas: pantallas, algoritmos, reuniones en línea. Cada capa protege, pero también insensibiliza. El teatro, como todo arte, no debería protegernos, sino exponernos. La escena, cuando es viva, es una piel abierta. Y la dramaturgia, si tiene algo que decir, debería sangrar.


Nos han enseñado a vivir en un mundo sin fricción, positivo, productivo. Byung-Chul Han diría que hemos eliminado la negatividad, el dolor, la contradicción. Y, sin embargo, la conmoción, ese temblor que hace que una obra nos atraviese, necesita precisamente de eso: del roce, de la resistencia, de aquello que incomoda y perfora. Sin herida, no hay temblor, solo superficie.


Hegel, lo formuló de otra manera: la historia avanza gracias a la tensión entre lo que es y lo que aún no puede ser. Toda herida encarna esa tensión. Es el punto donde el presente se desgarra para dejar entrar lo que todavía no existe. Sin choque, sin fricción, no hay devenir, solo repetición. Y en la dramaturgia, sin contradicciones profundas, entre deseo y norma, entre ser y vacío, entre individuo y mundo, los textos dejan de ser acontecimientos: ocurren, pero no nos atraviesan.


Mark Fisher, observa una dimensión particular de esta anestesia: en la cultura del capitalismo tardío, el dolor se convierte en espectáculo o en información. Todo se muestra, pero nada hiere. Ahora nadie está aburrido, pero todo es aburrido, dice Fisher. No hay suspensión del estímulo, pero sí una sensación de que nada realmente sorprende. Las guerras, los genocidios, como el de Gaza, los desplazamientos humanos, aparecen brevemente en las noticias y luego se disuelven. Con su desaparición se extingue también la posibilidad de ser heridos. Lo que ocurre en pantalla y en titulares se digiere, se normaliza, se evapora. Nada corta, nada penetra. La herida ha perdido eficacia, y con ella, la capacidad de conmover.


Así, la dramaturgia actual no encuentra relatos verdaderamente interesantes porque el mundo que la alimenta ha perdido espesor afectivo y dialéctico. Ya no hay tensión ni conflicto que hagan que algo suceda. No hay tema porque no hay herida. No hay conmoción porque ya nada nos perfora.


El desafío, entonces, no es inventar nuevos argumentos, sino reaprender a ser vulnerables. Recuperar la posibilidad de ser heridos, de dejar que algo nos rompa el presente. La herida no es solo dolor: es también apertura, escucha, umbral. Allí donde algo se quiebra, algo comienza a respirar. El teatro, si quiere volver a ser acontecimiento, debe volver a sangrar, no como gesto trágico, sino como acto vital: dejar que el mundo entre por la herida.