El desafío, entonces, no es inventar nuevos argumentos, sino reaprender a ser vulnerables. Recuperar la posibilidad de ser heridos, de dejar que algo nos rompa el presente. La herida no es solo dolor: es también apertura, escucha, umbral. Allí donde algo se quiebra, algo comienza a respirar. El teatro, si quiere volver a ser acontecimiento, debe volver a sangrar, no como gesto trágico, sino como acto vital: dejar que el mundo entre por la herida.
